lunes, 1 de diciembre de 2014

Misterioso sacrificio ritual


                                                                                                            Miguel Prenz

Miguel Prenz logró algo que parece imposible: hacer de un caso escalofriante una crónica accesible y entretenida; morbosa pero interesante. Estudió en detalle lo ocurrido y construyó un relato que incluye giros inesperados para no aburrir al lector.
La Misa del Diablo comienza con una breve descripción del hecho: se trata del asesinato de un niño de once años con las características de un sacrificio ritual. Para esto ubica en tiempo y espacio lo ocurrido: Corrientes, ciudad de Mercedes en octubre del 2006. Presenta someramente a varios de los que conformarán el relato a medida que este avanza: además de la familia de Ramoncito -la víctima- hablará de varios vecinos y conocidos, entrevistará a algunos de los acusados y testigos clave y al equipo que se dedicó a investigar el caso para la Justicia.
Poco a poco, se va acercando al núcleo de los protagonistas abordando primero a los personajes más circunstanciales para luego llegar a los testigos clave y participantes activos del hecho. De esta manera logra espaciar estratégicamente la información para generar asombro y retener al lector. Con el correr de las páginas, distintos datos sufren modificaciones y abunda la falta de certezas.
Comienza con una declaración de Ramonita –testigo presencial del caso- que recapitula lo ocurrido en el supuesto sacrificio umbanda que tuvo como fin la decapitación de Ramoncito: esta parte, aunque espantosa e impactante por su contenido, es predecible en lo que respecta a la estructura de la crónica. Hace un repaso de los días previos al asesinato y la forma que tomó el rito, los diálogos de los asesinos, sus vestimentas y otros datos referentes a la situación.
El autor entrevista a los imputados y comienza a plasmar sutilmente su postura a través de sus sensaciones. Los describe sospechosos, incluso villanos, de una forma encantadora y convincente.
Luego, retoma las declaraciones de Ramonita sobre la madre del niño, a quien veníamos considerando una víctima más del hecho: dice sin vueltas que ella fue la entregadora. Este giro es completamente sorpresivo y logra el efecto buscado: atrapar. Prenz hace que en este punto sea imposible abandonar la lectura.

Con el fin de lograr un relato con giros y novedades pero evitar confusiones, coloca una declaración sorpresiva e inmediatamente retrocede en el tiempo para explicar de qué se trata. Prenz recapitula y menciona brevemente de qué forma venían sucediendo las cosas para que quede claro el salto en la narración y no deja de lanzar interrogantes que no han tenido respuesta, como la pregunta sobre los autores intelectuales del hecho.
                                                                             Rocío Zanini 

La práctica del salto


A toda esa tierra, a todo ese sol que impacta sobre la tierra, y a todo ese verde que crece con la lluvia y con el sol desde tiempos inmemoriales, en un momento dado, por una iniciativa política amparada en una necesidad demográfica, se lo llamó localidad. Y a esa localidad se la llamó Tierras Altas. Y Celia, que vive en la localidad de Tierras Altas, no entiende por qué le pusieron Tierras Altas si las tierras son medias o bajas y entonces siempre se inunda y ella la pasa mal. Pero aunque el agua se estanque, trepe hasta sus rodillas y las bolsas mal cerradas de basura merodeen el frente de su casa, tal vez por costumbre, por comodidad, o mejor, para hacerse entender, Celia seguirá llamando Tierra Altas a las tierras medias y bajas donde vive.
Celia tiene ocho hijos. Antes de morir su marido le dijo: “comprate una casa que quede cerca de la estación” y Celia se mudó, con sus ocho hijos, a esta casa que compró a la vuelta de la estación. Eso fue en el año 1990. Antes, unos años antes, la estación no existía, y cuando algo no existe, las historias se multiplican. Del cruce de los relatos que ofrecen el ferretero y la secretaria de la intendencia de Tierras Altas, surge un texto que dice más o menos así: (Se sugiere acompañar con una melodía animada y juguetona, puede ser “Tierra querida” de Astor Piazzolla, fácil de encontrar en Grooveshark o Spotify).

“En un momento dado, un poco después de la estación Grand Bourg, y mucho antes de la estación Tortuguitas, los muchachos saltaban del tren. Caían parados, y si había llovido hacían un surco en la tierra; y si la tierra estaba dura, amortiguaban con los tobillos. Pero las chicas no, y menos con los nenes chiquitos. Ellas bajaban en Grand Bourg y caminaban. Después se encontraban con los muchachos en la casa, o peor: a mitad de camino, porque los muchachos volvían a buscarlas. Entonces la situación no le servía a nadie porque cada tanto alguno se lastimaba, todos caminaban un montón, y encima los maquinistas se exponían a problemas porque claro, para que los muchachos saltaran ellos debían aminorar la marcha del tren, y eso no se podía”.

Y así fue durante un buen tiempo: antes de esta franja de amarillo intenso que traza el límite previo a las vías, antes del verde, también intenso de estos cestos de basura que por cantidad y equidistancia parecen excesivos, antes de estas cámaras de seguridad que atornilladas a un lado y otro de los postes de luz, si están provistas de un buen zoom, llegarán a registrar esto que escribo, es decir, en esa época antes de ahora, los maquinistas aminoraban la marcha y los muchachos saltaban: la estación no existía pero entre los muchachos y los maquinistas la hacían existir.
            La hacían existir hasta que un día, en el ocaso de la presidencia de Raúl Alfonsín, cuando Celia no podía siquiera imaginar el trágico suceso familiar y la posterior mudanza, exactamente el sábado 9 de julio de 1988, el mismo día que Antonio Cafiero y Carlos Menem se disputaban en elecciones internas la posibilidad de representar al peronismo en elecciones generales, se inauguró una estación entre Grand Bourg y Tortuguitas, y con ella, la práctica del salto se institucionalizó. A la flamante estación, parte integrante de la línea Belgrano Norte, se la llamó Kilómetro 38, que es la distancia que existe entre el Congreso de la Nación y este punto en la tierra.
Antes que se inaugure la estación, mucho antes que se monten la óptica, la ferretería, la panadería, la peluquería y la casa de lotería que hoy trazan una línea horizontal a un lado de la estación, antes que cimentaran el santuario de Gauchito Gil –que , adornado con una botella vacía de Michel Torino, una bandera argentina y restos de cera, hoy se erige frente a la estación–, antes que se instalara la salita de primeros auxilios a la que acude, del otro lado de la estación, cuando el asunto no es serio, Celia con alguno de sus hijos. Antes del asfalto, antes del cajero, sobre todo antes del asfalto y antes del cajero, antes que una ley provincial ordenara la desintegración del otrora Partido de General Sarmiento por considerar excesiva su extensión de 207 kilómetros cuadrados, y elevada su población de 650.000 habitantes, y antes de que esa misma Ley provincial promulgara a Malvinas Argentinas como una de las tres localidades resultantes de la desintegración, antes de todo eso, la localidad de Tierras Altas, es decir, a esa altura, unos centenares de casas con sus gallinas y sus motos, levantadas sin orden aparente sobre tierras medias y bajas, pasó a integrar el flamante Partido de Malvinas Argentinas, que primero se iba a llamar Manuel Belgrano por la coincidencia entre su terreno y el trazado de dicha línea ferroviaria, pero luego, por sugerencia del entonces gobernador de la provincia Eduardo Duhalde, se llamó Malvinas Argentinas
Ahora que la estación no hay que hacerla existir porque existe, hablo con Celia en la puerta de su casa; ahora que saltar del tren ya no es necesario y toda aventura se limita a sentarse con los pies colgados sobre la vía y procurar sacarlos a tiempo, ahora que los muchachos con las chicas y los nenes bajan, como corresponde, en la estación Tierras Altas, Sergio, el hijo menor de Celia, baja el volumen de un televisor que presumiblemente sintoniza un canal de noticias, se acerca a su mamá y se suma a la conversación. Sergio tiene veinticuatro años, los mismos años que lleva en esta casa, es decir, los mismos años que su padre ya no lleva. Sobre la estación, dice su mamá: que las cámaras de seguridad no sirven para nada porque cuando pasa algo resulta que no estaban funcionando; que ella, si tiene turno en Capital a las nueve y quiere llegar a horario tiene que salir de su casa un rato antes de las siete; que en el anden que va a Retiro hay baños pero que en el anden que va a Villa Rosa no y entonces cuando ella está esperando el tren para Villa Rosa y quiere ir al baño tiene que dar toda la vuelta por el paso nivel y eso es sumamente incómodo. Le pregunto a Celia qué hay en Villa Rosa y me dice que en Villa Rosa está su nuera. Le pregunto a Sergio, el hijo de Celia, por la estación. Me dice:

-¿La estación? Altas tierras.

Altas tierras le dice Sergio a la estación, en lugar de Tierras Altas. Y antes le decían Kilómetro 38, eso decía el cartel que aún endeble y con frecuencia borroso señalizaba la estación. Y antes no había cartel ni estación pero los muchachos y tal vez algunas muchachas y algunos nenes, saltaban justo ahí, donde la tierra se hizo cemento y al cemento se le trazó una línea amarilla que en la práctica no opera como delimitación de la zona donde se debe esperar al tren.
Mientras haya alguien que esté dispuesto a inventarse un propio sentido para las cosas, habrá algo en ese asunto de nombrar que se vuelva insuficiente. Quien invierta el orden de las palabras, quien haga pie en el barro, pero también, quien promulgue leyes, sobre todo aquellas que contemplen la caducidad que la práctica propone, producirá algo nuevo, una irrupción en el lenguaje, en el mejor de los casos un salto, y como todo salto, sin garantías.
                                                          Javier Cababié

viernes, 21 de noviembre de 2014

Sourdeaux, la ciudad sin bares


Lunes por la noche.
                El primer descubrimiento de esta historia es que ya no hace falta un mapa para iniciar un viaje.  Nunca hasta ahora he viajado en el Belgrano Norte y apenas he escuchado alguna vez el nombre de Sourdeaux. Después recordaré quién pudo habérmelo dicho por primera vez. Alguien me ha pedido que tome ese tren, que baje en esa estación. “Soy un soldado”, me sonrío en silencio sin medir las consecuencias. Hago lo primero y más fácil que se me ocurre: ingresar “Sourdeaux” en el buscador y esperar la suerte.

Miércoles por la mañana.
                La cabecera del ferrocarril Belgrano Norte está en Retiro, donde también están las terminales del Mitre y el San Martín. La del Mitre es la hermana mayor y se impone como postal de la zona, por su tamaño y su esplendor antiguo. La del San Martín es la menor y la menos afortunada, como una Cenicienta a la que nunca le llegó su príncipe. En el medio, la estación Belgrano.  Por dentro parece una maqueta: es imprevistamente limpia, coqueta, luminosa. Por fuera es tan linda que dan ganas de borrar del recuerdo el resto del paisaje hacinado de Retiro y quedarse sólo con este ejemplo de la arquitectura francesa en Buenos Aires.
                El tren –de chapa roja, rutilante - arranca con puntualidad hacia Villa Rosa, en el partido de Pilar. Pasa por lugares que tienen nombres como Munro, Boulogne, Grand Bourg. Todas son como la terminal, como el mismo tren: inesperadamente limpias, recién pintadas, con profusión de carteles con los colores de la empresa concesionaria: rojo, blanco. Y verde. Los terrenos que bordean la vía son un parque infinito, una constante sucesión de terraplenes delimitados por añejas vigas de madera, hiedras que escalan altos muros de ladrillo. El tren va rápido: el estruendo de los motores diesel obtura el pensamiento. Todo paisaje en fuga cobra una cierta irrealidad.
                Atrás van quedando las estaciones que corresponden a Vicente López, San Isidro, Tigre. En algún momento un puente de hierro cruje bajo las ruedas. La vía se eleva respecto al nivel del terreno y hacia abajo puedo ver algo que ya no es parque, sino bosque, cada vez más denso, cada vez más abajo. Entonces el tren alcanza el kilómetro 30 y frena en medio de dos andenes desangelados. Leo el cartel: Ingeniero Adolfo Sourdeaux. Mi destino.
                El andén desemboca en una ancha calle transversal: la avenida Santiago Derqui. El lugar es chato: ninguna construcción supera los dos pisos. Las cuadras aledañas a la estación son como un Once a pequeña escala, repletas de locales comerciales y de manteros amontonados en cien metros. Más allá todo se ve un poco ruinoso: las canchitas de fútbol, las casas de ladrillo sin revocar, el asfalto percudido  que termina convirtiéndose en tierra, un frente azul con letras naranjas que dice “Sociedad de Fomento Km 30”. Confirmo un dato que alguien me dio: que para los lugareños su hogar no está en Sourdeaux, sino acá: en el Km. 30.
                Recorro algunas cuadras pensando cómo seguir, hacia dónde, con quién. Entro en un local donde venden ropa de mujer y de niño, con un largo mostrador de fórmica al frente y detrás, muchas estanterías metálicas con pilas de prendas prolijamente ordenadas. Nadie sale a atenderme y pienso que me equivoqué al elegir este negocio. Pero no: de repente, de entre bambalinas, aparece la propietaria. 
                La dueña de “Tienda Adrián” debe tener unos 50 años y responde por entero a ese tipo humano que infaustamente se sigue llamando “Doña Rosa”  Es muy simpática o tal vez mi cara, como la de aquel personaje de Benedetti, la invite a la confidencia, porque apenas me ve es ella la que inicia un monólogo que aliento con sonrisas e interjecciones. Hasta que pregunta, alentada quien sabe por qué sospecha, si ya me pagaron el sueldo este mes. La respuesta es no. Eso parece alegrarla, en la confirmación de que la economía es un desastre “aunque esta Presidenta que tenemos diga que está todo bien”.
                Después dirá que siempre vivió y trabajó en este barrio donde al menor amago de crisis la gente deja de comprar todo menos comida, que durante la dictadura la pararon dos veces en la calle para pedirle los documentos y chau, pese a lo cual ella estaba “tan feliz cuando vino la democracia”, porque era jovencita e ilusa, pero que en los saqueos de 1989 perdió todo y tuvo que empezar de nuevo. Y redondea: “La verdad es que en este rubro nunca estuvimos mejor que con Menem”. Le compro una remera blanca. La pago 65 pesos.        
                 
Lunes por la noche
                Alfredo Sourdeaux se formó en un municipio que ya no existe: General Sarmiento. Tal vez sorprenda un poco esta denominación, porque de todos los aspectos del prócer, el de jefe militar es el menos reconocido. Pero la sorpresa se aminora cuando se sabe que en la zona que ocupaba General Sarmiento está Campo de Mayo, la guarnición militar más grande del país. La influencia de este hecho en el territorio es decisiva y por momentos, perturbadora.  
                General Sarmiento se fundó en 1889, reuniendo en un partido pequeñas localidades que antes pertenecían a Pilar y a Tigre junto con dos ciudades principales: San Miguel y Bella Vista. El fundador de estas últimas era un agrimensor y geólogo francés que fue pionero en la zona: el ingeniero Adolfo Sourdeaux. Cuando murió, en 1883,  los diarios le dedicaron los elogios al uso: benemérito amigo del progreso, honorable cultor de la civilización. 
                El partido prosperó gracias al tendido ferroviario que lo recorría. En 1948 el gobierno de Juan Domingo Perón nacionalizó los ferrocarriles y la Compañía General, de origen francés, se convirtió en el Ferrocarril General Belgrano. Entre las estaciones Don Torcuato y Grand Bourg había en ese momento un apeadero sin nombre, usado por los obreros que de a poco iban poblando el suburbio. En 1950 le colocaron un cartel sin más propósito que señalar su ubicación. Decía: “Km 30”.
                En 1974 el apeadero del kilometro 30 se transformó en la estación Adolfo Sourdeaux, y el mismo nombre recibió el pueblo que se había formado en sus inmediaciones, en homenaje al fundador de la cabecera de partido. La alegría post mortem le duró poco al ingeniero. En 1994, el gobierno de la Provincia de Buenos dividió General Sarmiento en tres: San Miguel, José C. Paz y Malvinas Argentinas. A Alfredo Sourdeaux le tocó en suerte este último, un municipio plebeyo que –leo en un diario local de la época– “no estaba en los planes de nadie”.
                No parece tan cierto. En 1995 los flamantes ciudadanos de Malvinas Argentinas fueron a elecciones –las elecciones donde Carlos Menem accedió por segunda vez a la Presidencia –y  eligieron como intendente a Jesús Cataldo Cariglino, nacido en Los Polvorines en 1956, de oficio panadero. Su gestión no parece haberles disgustado, porque es el mismo intendente que han tenido en los últimos 20 años, con mínimas interrupciones.
                Sobre Cariglino hay miles de especulaciones, anécdotas y sospechas. Varias de ellas lo vinculan con la más rancia derecha peronista y con elementos de las Fuerzas Armadas, retirados o en actividad. Como intendente su logro más destacado –no parece menor- es haber mejorado sustancialmente la infraestructura de salud del municipio. Malvinas Argentinas tiene ocho hospitales municipales. Frente a la estación de Sourdeaux hay un cartel enorme: “Jesús Cariglino. El Pueblo te quiere. Gestión y coraje”.
               
Miércoles por la mañana.
                Allí, frente a la estación, me encuentro con Matías. Alguien me dio su teléfono y lo llamé con un poco de vergüenza pero con agudo sentido del deber. Yo, ya lo dije, soy un soldado: él se llama Matías Coronel y tal vez pueda darme las respuestas que necesito.  
                Matías tiene 27 años. Usa gorrita, bermudas y se adorna con una sonrisa enorme que exhibe todo el tiempo. Caminó siete cuadras desde su casa para encontrarse conmigo. Quiero invitarlo a un bar, pero no hay bares en Sourdeaux. Antes había uno, pero de todas formas no era un lugar recomendable, porque “estaban siempre los mismos tres o cuatro borrachos”.  Él dice que la estación es un buen lugar para charlar, cuando no hay guardas. Hoy hay dos, así que nos quedamos en una esquina, bajo el cartel de Cariglino, y Matías me cuenta muchas cosas.
                Me cuenta que es fotógrafo pero vive de arreglar computadoras. Que ahora milita en Nuevo Encuentro, que antes militó con el pastor evangelista César Castets, pero no quiso seguirlo cuando se alió con PAUFE y con el PRO. Me cuenta que su papá también es pastor. Me cuenta que él no ve cambios en el lugar donde vivió toda la vida, excepto un paso a nivel que solucionó los eternos embotellamientos de Derqui. Me cuenta que una sola vez se mudó (a Del Viso, en el partido de Pilar) pero no pudo acostumbrarse y en pocos meses volvió al barrio. Todo lo dice con cierta resignación y mucho humor. Menos esto: que muchas veces ha ido a arreglar una computadora a la casa de un tipo del que sólo sabía el nombre, y hace poco se enteró de que es un expolicía que cumple prisión domiciliaria por delitos de lesa humanidad.
                Ya es mediodía y el sol castiga los andenes. Antes de subir al tren que me llevará a Retiro, Matías me acompaña a recorrer varias cuadras que bordean la estación: el lugar parece abandonado ante la inminente erupción de un volcán. Lo que me cuenta es que cuando Ferrovías tomó la concesión del Belgrano Norte, cerró todos los accesos para centralizar el flujo de pasajeros sobre Derqui y controlar el pago de pasajes. Por eso las rejas, las tapias, la gente que ya no camina donde antes caminaba, los locales cerrados. “Acá estaba el único bar”, señala. Los tres o cuatro borrachos siguen ahí, como un espejismo, pero ahora están sentados en el cordón de la vereda.  

                  El tren rojo que me llevará de regreso a Retiro se anuncia con largas pitadas y el estruendo de los motores diesel.  Hay un atajo que Matías conoce. Me acompaña y gracias a él llego a tiempo, me subo, me siento junto a una ventanilla. Me doy cuenta de que apenas pude despedirme. El tren arranca, toma velocidad. Me aleja de esta gente, de esta tierra, de esta historia. Todo paisaje en fuga cobra una cierta irrealidad. 
                                                            Verónica Rodriguez

Siempre tendré Zamudio


La primera noticia que tengo de Zamudio es que no es una estación de trenes, sino sólo un apeadero. Esa palabra me manda directo a Don Segundo Sombra más o menos; un lugar donde los gauchos se bajan del caballo a mear y a clavarse una ginebra, algo así.
Pero no. Un apeadero, ferroviariamente hablando, es una instalación mínima sin desvíos ni señales, prácticamente un andén y no mucho más que eso. No salen de ni llegan trenes a los apeaderos, sólo pasan por allí.
Zamudio es un punto en el ramal que une Merlo con Lobos, unos 68 km de vías que Trenes Argentinos recorre unas 15 veces al día de lunes a sábados y 12 los domingos.       
El sábado a las 9 de la mañana estoy en Once. El próximo tren sale a las 9:26. Deambulo un poco por ahí antes de subir. Hacía mucho que no entraba a esa estación. Ahora hay carteles electrónicos, está todo limpio y la atención en ventanilla es muy buena. Hasta me imprimen un papel con los horarios. Subo al tren a las 9:22 y cuatro minutos más tarde arranca puntualmente con destino Moreno. Pienso qué lástima que aquí mismo tuvieron que morir 51 personas para que podamos viajar así.
El vagón está impecable, nuevo. La formación se desliza suave y silenciosamente por Caballito, Flores, Floresta. El aire acondicionado es perfecto, los asientos, cómodos. Hay lugar de sobra. Es un día peronista, ¿qué más se puede pedir?
Exultante de orgullo nacional le comento a mi compañera de asiento lo bueno que está el tren, lo cómodo que se viaja, cómo cambió el asunto y la muy turra me dice que sí pero que los trenes anteriores, hechos mierda y todo, eran más rápidos. Le digo que sí, que sobre todo entraban más rápido en las estaciones. Fin de la conversación.
En Liniers sube un ciego que pide limosna, se dirige al público como un sargento del ejército a su tropa. Así, nos cuenta que tiene dos hijos y que con la pensión que le da el Estado no le alcanza para sostener a su familia. Hay una disociación entre lo que dice y cómo lo dice. Parece una performance, algo artístico. Está bien vestido y alimentado. Cuando se baja en Ciudadela toma del hombro a un flaco que estaba con él y se van caminando y riéndose.
Ahí nomás, tres pibitos de no más de 5 años entran solos al vagón. Corren, gritan y se trepan por los caños como monos. Mi compañera de asiento se asusta, dice que van a sacar navajas y nos van a degollar a todos. Me la quedo mirando. Un gendarme, que hasta ese momento no había visto, los reprime amablemente, les dice que se sienten, que es peligroso que anden así, que se queden en el molde. Los chicos lo miran como si no entendieran las palabras y se van corriendo y gritando para el siguiente vagón.
El sistema de sonido anuncia que la próxima parada es Ramos Mejía. En la estación hay pintadas contra el pollo Sobrero. Dicen: a vos te trajo Cirigliano. Ahí sube un vendedor  de mp3 en CDs. Es un dj ferroviario. Dice con voz de locutor: si te gusta el rock no te lo podés perderrrr y dispara desde su equipo, Pretty woman, walking down the street, pretty woman, the kind I like to meet… tiene un bafle cilíndrico en la mano, baja un poco el volumen y dice: está buenísssimo!!!  Y pasa a otro tema: Every breath you take, every move you make… Termina con John Fogerty preguntándose quién parará la lluvia, una supuesta metáfora sobre la guerra de Vietnam.
El tren navega como un transatlántico por Haedo, Morón, Castelar, Ituzaingo… dentro de esa cápsula china estamos protegidos de todos los males del mundo, allí todo es bienestar.
Aparece otro ciego gordo que canta cumbia cristiana acompañado por un guiro, un instrumento cilíndrico de madera con estrías, una especie de rallador que se toca con un palito. La letra habla sobre lo que le dijo David a Saúl, la simiente de Abraham, la tierra de Judah, y cosas por el estilo.
Sólo quedan dos estaciones, San Antonio de Padua y Merlo, donde podré bajar y tomar el ramal Diesel que llega hasta Lobos y bajarme en Zamudio, así de simple.
Pero no, no es tan simple y no va a suceder así. En Merlo me dicen que se están haciendo trabajos en las vías, están recuperando los ramales suburbanos que estaban prácticamente abandonados, que recién se puede subir al tren en Mariano Acosta, la tercera estación después de Merlo y dos antes de Zamudio. Me dicen que el 503 me dejará allí.
Saliendo de Merlo en el 503, la trama urbana empieza a deshilacharse, aparecen manchas de campo cada vez más seguido, algunas casitas, alguna planta industrial, y más campo. Dos pibes a caballo galopan  a 10 metros paralelos al bondi. Atrás hay vacas pastando.
Llegando a Mariano Acosta vuelve a aparecer una zona urbanizada: la Avenida Balbín, que bordea la estación. Allí pregunto a dos empleados del ferrocarril por mi tren a Zamudio, me dicen que no, que hoy ya no va a volver a pasar, que la cuadrilla que está cambiando las vías ya está llegando a Zamudio.
Les manifiesto mi necesidad inclaudicable de llegar allí. Se miran entre ellos con cierta intriga y me dicen que el ferrocarril pone unos micros pero que, misteriosamente, justo en Zamudio no paran. Pero que el 136 que puedo tomar ahí a unos metros me llevará, pero no cualquier 136, ¿eh?... sólo “El navarrero”.
“El navarrero” (lo llaman así porque va hasta Navarro, a 62 km de ahí) pasa 97 minutos después, ni más ni menos. En la parada desde media hora antes de mi llegada está Kevin, un pibe de veinte años con aspecto de wachiturro que cada tanto putea al bondi que no viene, dice: papá ¿cuándo vas a venir? la concha de tu madre. Es el tipo de pibe que asusta a las señoras de mi barrio. Remera rayada, bermudas y altas llantas Nike recién compradas. Fuma mucho, es muy flaco y tiene una pierna tatuada con un tigre. Me dice que el bondi pasar, pasa. Él lo toma todos los días a las 5 y media de la mañana para ir a laburar a una obra en Las Heras. Es albañil, pero hoy no trabaja, sólo va a cobrar. Sonríe.
En medio de esa espera, me cruzo hasta una panadería enfrente y compro unos sanguchitos de miga, le convido a Kevin, me acepta uno y comemos en silencio. Tienen demasiada mayonesa.
Como era previsible, cuando llega, “El navarrero” está hasta el culo. Voy parado hasta mi destino. Al lado mío, un niño que no para de moverse y cada tanto me pisa. Pienso: la puta que te parió Zamudio (con la voz de Federico Luppi). Por suerte, desde unos carteles, Martin Insaurralde nos dice que hay un futuro y que es de todos. Esas palabras me tranquilizan inmediatamente.
Al bajar en Zamudio saludo con la mano a Kevin que había llegado hasta el fondo del bondi, y todavía le quedaba como media hora de viaje. Me saluda sonriente. Cruzo la ruta para llegar a la estación. Hace calor, voy por un camino polvoriento. Tengo sed, la garganta reseca. Un acoplado estacionado al costado del camino tiene un cartel que dice Cunnington corta la sed. Sé que parece un chiste, pero es verdad. Tengo una foto.
Lo único que hay a la vista donde poder obtener algo líquido es el destacamento policial, una casita de tres ambientes con techo de chapa. Hay una camioneta Ford de la bonaerense en la puerta. Está muy baqueteada y llena de polvo, hace mucho que no sale a patrullar, abajo duerme un perro. Trato de abrir la puerta del destacamento pero está cerrada con llave, miro por la ventana y no veo a nadie. El interior está forrado con revestimiento de madera y en la pared del fondo, detrás del mostrador, hay un cuadro de San Martín, ese en el que está medio envuelto en la bandera. Ya me estoy por ir cuando se abre la puerta y sale la agente Nora Veiga con cara de dormida. Es joven y bonita y tiene una ortodoncia. Le pido disculpas por haberla despertado, me dice que no me preocupe, que sólo estaba descansando un poco. Le pido un poco de agua por favor y va a buscarla adentro. Vuelve con una jarra de acero inoxidable llena de agua bien fresca. Me la da y mientras empino el jarro con ansia, me cuenta que está de guardia hasta mañana a la mañana con su compañero y que espera que esta sea una noche tranquila porque ahí la ruta se hace doble mano y a veces, sobre todo los sábados a la noche, suelen pegarse unos palos frontales muy feos. O tragarse los tambores de vialidad que están a los costados de la ruta.
Mientras nada de eso suceda, estarán ahí. Viendo televisión, tomando mate, jugando al chinchón y turnándose para dormir. Ella es de Mercedes y está esperando que le llegue el pase para volverse a su pueblo. Dice que es lindo Mercedes, pero que lo que la afea mucho es el penal, porque los fines de semana se llena el pueblo con los visitantes de los presos y anda cada elemento por ahí…!
La dejo a la agente Veiga y voy para el apeadero que está a unos 100 metros de allí. Camino por las vías. A esa altura, Zamudio se había convertido para mi en un lugar irreal, mítico. Un lugar al que no se llega así nomás. Una especie de El Dorado. Un largo bocinazo de un camión me sacó de esos pensamientos ridículos y allí estaba, materializado frente a mí. 
Zamudio, el apeadero Zamudio, es una garita. Una chapa moldeada doblada al medio que sirve de pared de fondo y alero a la vez. Tres caños sostienen el alero y el fondo está atornillado a un largo banco de madera con patas y a una baranda que excede los límites de la garita. 
El piso, un terraplén de unos 12 metros por 3 y 50 cm de alto, es de una especie de asfalto con pedregullo. Pegados en la chapa hay carteles por las elecciones en la Unión Ferroviaria. Son de la lista 3, La Bordó (la lista del Pollo). Dicen “Ni un paso atrás”. Un poco más allá está el cartel de Zamudio.
Sentado en ese banco de madera, lo que se ve es puro campo. Me quedo un rato largo absorbiendo ese momento, respirando ese aire, escuchando los pájaros. Estando ahí, sin pensamientos. Pocos días antes no sabía que existía Zamudio y ahora ya es parte de mi.
Me digo que voy a volver, que cuando esté terminado el ramal voy a ir a sentarme ahí, en Zamudio, para estar un rato, nada más. Cualquier día, un martes a la tarde por ejemplo. 
                                                      Alejandro de Ilzarbe

sábado, 8 de noviembre de 2014

En la selva con Masetti



Jorge Ricardo Masetti quiere saber lo que pasa realmente en Cuba. Es el año 1958 y él un periodista argentino de Radio El Mundo que no le cree a la versión oficial. Entonces va en busca de la propia: va a Sierra Maestra en busca del Che y de Fidel Castro.  Quiere entrevistar a los líderes del Movimiento 26 de julio, quiere saber. Para eso viaja a la isla y a medida que pasa el tiempo va conociendo gente que lo aloja en su casa, que lo acompaña en tramos de la selva, campesinos que le dan de comer y le prestan un mulo que lo transporte. Antes de llegar a su objetivo, a preguntar a los líderes qué era el movimiento, si era cierto que tenían apoyo de EEUU, en qué consistía la lucha del pueblo cubano contra la dictadura de Fulgencio Batista, cómo era en verdad esa revolución que se planteaban, Masetti ya había encontrado algunas respuestas en el camino.
“Yo quise ver todo, recorrí las montañas de punta a punta de la cordillera, acompañé a las patrullas en las emboscadas y asistí a un combate y vi el coraje fabuloso de los que con una bala, muchas veces de fabricación propia tratan de conseguir no solamente el abatimiento del enemigo sino su armamento, todo su equipo y hasta el vehículo en que viaja contrastando contra la eterna huida al primer balazo, el abandono de los pertrechos y el grito de Viva Fidel, cuando son apresados”, decía en sus relatos sobre ese viaje.
El periodista construye un relato limpio, sin complejidades, aunque su viaje sí estuviera repleto de ellas. Logra que subamos con él la selva, que tengamos miedo, que nos enojemos cuando nos enteramos que su material no llegó a la Argentina. Las entrevistas se trasmitieron en vivo en radios de Latinoamérica –era la primera vez que Fidel y el Che hablaban por radio-, pero a su país no había llegado nada. Le mintieron para que desistiera, le dijeron que sí, que ya tenían a “las chicas” –ese era el código para nombrar las grabaciones-. Pero Masetti entendió: su misión no estaba cumplida. Entonces decidió volver a subir, volver a correr el riesgo de morir en la selva en manos del ejército de Batista.
Las descripciones sobre la gente de Batista, sobre los del movimiento, su forma de hacer metáforas simples que nos llevan inmediatamente a imaginarnos a la persona, los diálogos claros que reflejan a la perfección el clima de una situación, la primera persona y la construcción de su propio personaje son algunas de las virtudes de Los que luchan y los que lloran.
Un año después de ese viaje, la revolución cubana logra derrocar a Batista, entonces Masetti vuelve a la isla y funda Prensa Latina, la primera agencia independiente de noticias que quiere romper con el monopolio de la información. Entre el ´63 y el ´64 lidera la organización armada Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), primera experiencia guerrillera guevarista en la provincia de Salta. Era un intento de avanzada: querían estar preparados para una futura llegada de Ernesto Guevara a la Argentina. Como miembro honorario del EGP, el Che llevaba el apodo de Martín Fierro y Masetti era Don Segundo Sombra, luego Comandante Segundo. El Ejército del Pueblo fracasa y el periodista guerrillero desaparece en la selva salteña. Nunca más se encontró el cuerpo. Masetti tenía 34 años.
                                                                                                                        Rosario Marina

domingo, 2 de noviembre de 2014

Encontrar el camino hacia la casa de la bruja

              


   En algún momento de los últimos años -ella no dice cuándo, pero sí dice dónde: en la Feria del Libro de Buenos Aires- la periodista y escritora Ana Prieto (Mendoza, 1975) sufrió un ataque de pánico. En ese momento no sabía qué era lo que le estaba pasando y sintió, como parece ser la norma en este padecimiento, que se estaba muriendo. No se murió: quedó viva para contarlo y el resultado es este libro.
                Pánico. Diez minutos con la muerte es, dice Prieto, “el intento de narrar lo que durante mucho tiempo se me hizo inenarrable”. El libro recoge, además del suyo, otros cuatro testimonios que dan cuenta de algunos de los distintos tipos de desórdenes de pánico que se conocen y los combina con explicaciones accesibles sobre los aspectos médicos de este padecimiento: cómo funciona la química cerebral en el momento del ataque, qué drogas permiten controlar los síntomas, cuáles son las terapias psicológicas disponibles.
                 Pero todo esto sucede hacia la segunda mitad del libro. Antes, en un par de capítulos donde abundan las sorpresas, Prieto hace un recorrido por la mitología y la historia para tratar de comprender algo que parece nuevo, aunque no lo es. Sólo ha recibido diferentes nombres a lo largo del tiempo y lo ancho de las culturas. Angustia, melancolía, miedo, terror. Pánico. Que es -parafraseando a uno de los testimonios médicos - “el intento por evadir el horror, y al mismo tiempo sentir que no hay salida”.
                Entonces está el miedo, una palabra que se repite a cada paso en el texto. Y la manifestación exacerbada del miedo, la forma en que el miedo se encarna en el cuerpo: el pánico. Todo eso podemos buscarlo en el libro, encontrarlo y de alguna forma tratar de comprenderlo. Lo que no está es lo que está antes del miedo: el horror. O sea: el miedo por qué.
                Esta ausencia, parece, es deliberada. Dice la autora en la introducción: “Los porqués (…) se sumen en la profunda y siempre insondable subjetividad de cada uno. También en su inefable química cerebral. Y se robustecen en un entorno que alienta cada vez más exigencias y ofrece cada vez menos certezas”. Y confiesa en una metáfora que remite a un cuento infantil: “Lo cierto es que nunca voy  a saber del todo por qué terminé yo en casa de la bruja”. Más tarde, sin embargo -con una cita del psiquiatra Thomas Szasz- nos advertirá: “No hay psicología. Sólo biografía y autobiografía”.  

                En “Pánico” no hallamos biografías, sólo aquellos fragmentos de historias personales que rodearon el momento del ataque de pánico. El recorrido parece empezar allí, en el punto donde ocurrió el hecho, pero también donde pudo empezar a vislumbrarse la solución: hay medicamentos, hay terapias, usted no está solo en el mundo. Queda para el lector entonces, esta información que intenta esclarecer y esperanzar. Pero queda también, como en sordina, una advertencia, que es también una forma del miedo: si no vamos hacia atrás en esta historia, es muy probable que un día vuelva a aparecer en el camino la casa de la bruja. 
                                                                                           Verónica Rodríguez

Los castillos de Alarcón, pintura de una vida peronista


Cristian Alarcón

Un mar de castillos peronistas, de Cristian Alarcón,  es un fresco personal y social. Cada crónica es una pincelada con la que el autor se pinta y pinta a los diferentes momentos sociales que atraviesa. A veces ese pincel es la metralleta que le da de lleno a la indiferencia, otras veces es un balde de ácido volcado sobre la hipocresía eclesiástica, y muchas otras una carcajada sobre sí mismo.
Si bien el mar de castillos peronistas de Alarcón tiene mucho de autobiográfico –su vida tiene mucho del peronismo: lo popular, el exilio/proscripción, el querer volver a ser lo que alguna vez fue y ya no, la movilidad social– también mantiene la estructura, la esencia de la crónica. Puede narrar su iniciación en un nuevo credo y al mismo tiempo criticar el culto al escepticismo y a “la noción burguesa de un mundo sin fe, sin creencia, en el que sólo funciona el sujeto, sin más”.  Tatatatatata, una ráfaga de AK-47 al corazón de la indiferencia.
Alarcón narra a través de esas crónicas –que para Guillermo Saccomanno, autor del prólogo del libro, son relatos y que para mí son crónicas con las que va armando una gran crónica 'desordenada' sobre su vida– desde su infancia en Chile, la despedida de su abuela, la huida de la familia hacia Argentina, hasta su debut homosexual, el reviente de sus épocas mozas, hasta su presente de escritor prestigioso que viaja por el mundo dando charlas, a punto de casarse. La metralleta se vuelve pincel, pero no lo hace atestando las páginas de datos inútiles, fechas que nadie recordará nunca, o con la transcripción de su currículum vitae. Por el contrario, en la mayoría de las crónicas del libro emplea sus anécdotas personales para contar su visión del mundo. Y para construir esa visión se vale de herramientas que le sirven para eludir el morbo y la adjetivación barroca. Utiliza muy bien los diálogos para describir a un personaje o introducir el relato de una anécdota del pasado. Toma la ironía, el lenguaje coloquial ( el maricaje, los crotos) y el humor para crear un pacto de lectura cómplice con el lector. No lo subestima, lo invita a acompañarlo en sus viajes y mirar a través de sus ojos.
En cada anécdota que narra aporta datos de contexto histórico, como cuando relata que "Monsiváis", uno de los personajes de sus crónicas, trabajó de carpero en la Bristol de Mar del Plata durante la gestión de Ángel Roig como intendente. “Monsiváis” recuerda  que en 1983 se llenó de amigos del político, "por ejemplo el cardenal Eduardo Pironio, que había tenido que salir del país en el 75, amenazado por la Triple A, después de que una bomba estallara en la capilla donde daba misa".

Algunas de las crónicas están estructuradas en torno a vivencias personales  como "Credo o como iluminarse el 11-11-11" en la que relata sus primeros pasos en una suerte de creencia mística, liderada por Amma y Baghavan o “Me voy (a casar) para Barranquilla” en la que narra el viaje que hizo para asistir al casamiento de dos de sus amigos,  y otras más centradas en conflictos sociales como "Chile: esa lluvia que no moja". Esa crónica aparenta ser la descripción de la lucha de los estudiantes universitarios chilenos, encabezados por Camila Vallejo, por el acceso a la educación gratuita y de calidad. Pero es mucho más profunda que eso, es la descripción de lo que a los ojos del autor resulta un resurgimiento, el nacimiento de una nueva resistencia. Esta nueva generación de estudiantes es –a los ojos de quienes lucharon contra la dictadura de Augusto Pinochet– la llave para iniciar el cambio en Chile, ese cambio por el que pelearon y no pudieron, o así lo sienten. El pincel también es chispa,  esperanza.
                                                                                       Andrea Marquínez

sábado, 13 de septiembre de 2014

La Anticlase de octubre


La Anticlase
Algunas ideas sobre la crónica periodística
Seminario/taller de Daniel Riera
Octubre y noviembre de 2014
Librería Galerna  - San Telmo
Informes e inscripción: danielcriera@gmail.com

lunes, 19 de mayo de 2014

Otra nueva entrada para decir lo mismo con un flyer distinto


La Anticlase
Algunas ideas sobre la crónica periodística
Seminario/taller de Daniel Riera
Junio y julio de 2014
Librería Galerna- San Telmo
Perú 1064
Informes e inscripción: danielcriera@gmail.com

domingo, 11 de mayo de 2014

La Anticlase 2014 en Buenos Aires



La Anticlase. Algunas ideas sobre la crónica periodística
Seminario/taller de Daniel Riera
Junio y julio de 2014
Librería Galerna  Perú 1064
Informes e inscripción: danielcriera@gmail.com

martes, 10 de diciembre de 2013

Historia de Effy: la construcción de un cuerpo físico y social



Cuando a Elizabeth Chorubczyk le dijeron que ella nunca iba a ser mujer por no menstruar,  respondió de la mejor manera que sabe hacerlo: con una performance. “Nunca serás mujer” se llamó y constó de trece “menstruaciones” que tuvieron lugar durante su cursada en IUNA  entre marzo de 2010 y abril de 2011. El Instituto Nacional del Arte (IUNA) y el Instituto Nacional contra discriminación, xenofobia y racismo (INADI) auspiciaron esta acción que hoy se puede ver en el blog de Elizabeth (http://www.effymia.com/). Para hacerlas, un enfermero le extrajo un litro y medio de sangre que fue dividido y resignificado en esas trece “menstruaciones”. Dejarla caer por su órgano más fértil, su cabeza, hasta una toallita, usarla para cubrir los datos que no la representaban en su DNI, y finalmente volverla tinta para en el espejo donde se refleja escribir SIEMPRE SOY MUJER; estos fueron algunos de los usos para esa sangre que se volvió manifiesto. Hoy Elizabeth Chorubczyk, o Effy como ella se presenta, se recupera de la operación por la cual pasó de tener pene a tener vagina. Según la ley de identidad de género, la operación la tendría que haber cubierto su Obra Social, Grupo Osde (Organización de Servicios Directos Empresarios). No lo hizo.

La Cirugía de Reasignación Genital es un procedimiento reconstructivo en el que se utiliza el aparato reproductor masculino (se usan el pene y escroto, se extraen los testículos) para que mantenga una funcionalidad y estética de vagina. No es una operación para tener ovarios o útero: de hecho, genera infertilidad. La cirugía crea cavidad vaginal, clítoris, labios y orificio. Para el clítoris se usa parte del glande, respetando los nervios ahí concentrados para evitar la pérdida de sensibilidad.
–¿No te daba miedo perder la sensibilidad?
–En mi experiencia personal se intensificaron los placeres, pero también es algo psicológico. Yo no usaba mi pene, de esta forma accedí a conectarme con el placer en mi historia personal.

Effy cuenta que la operación fue muy importante porque al extraer los testículos su cuerpo ya no genera testosterona. “No quería vivir medicada tomando inhibidores”, explica. Evitar esta hormona no sólo afecta en lo físico (vello, contextura, etc.) sino también en estados anímicos y psicológicos, “en tu forma de expresarte, no en tu cantidad de llanto o enojo, pero sí en la manera como sentís, como descargás, como te conectás con la sexualidad”. Su cuerpo hace rato no la generaba porque antes de la cirugía tomaba inhibidores, pero las pastillas y los inhibidores tienen un costo físico y uno económico. La ley de identidad de género que, se supone, garantiza estos tratamientos a todas las personas Trans, no siempre se cumple. Hay burocracias y no hay respuestas (a veces del Estado, a veces de las privadas).

Estamos en el comedor de su casa, en el barrio de Villa Crespo. Hace poco Effy y su hermana se mudaron solas. Como en toda relación de hermanas, tuvieron sus diferencias. Como en la primera fiesta donde Elizabeth decidió ir vestida como Elizabeth. Hubo un tiempo de no hablarse. Hubo una muestra de los trabajos de Effy donde ella asistió a ver lo que su hermana compartía. Hoy la casa es de ellas. Hay pizarras y carteles donde reparten actividades y gastos. Hay una casa que comparten ellas, las hermanas Chorubczyk. Hay familia.

El psiquiatra, sexólogo y urólogo Adrián Helien “atajó” a una Effy que llegó llorando al Hospital Durand. Le explicó que antes de derivarla al endocrinólogo iban a tener que tener charlas, ver su historia personal y familiar, evaluar si tenía la red de contención necesaria para seguir los pasos y definir qué pasos seguirían. Eso fue en octubre de 2009, y recién la derivó en abril del 2010.
–Para mí estuvo buenísimo porque me desaceleró, sino yo ya me estaba operando la cara. Llegué con un gran nivel de angustia.
 En ese momento, para operarse Elizabeth tenía que iniciarle juicio al Estado. La ley recién se sancionó en 2012. El acelere podía llevarla a cualquier lado. El proceso hormonal era reversible; la cirugía, no.
–¿No tenías miedo de arrepentirte?
–No. Cometer errores es una forma de aprender, y no hay peor error que no cometer nada. Es un riesgo que asumí desde un lugar muuuy hablado y trabajado con una contención familiar, de amigos, de pareja. Pienso en el colectivo LGBT y es visible la persona que cuenta con padres y la que no en la adolescencia, la que cuenta con los hijos o no cuando tiene 60 años. No es lo mismo cuando te está rechazando tu familia. Yo tuve la suerte de tener una red para llegar a este momento de esta manera: si no, iba a poner en riesgo mi salud mental.
“Salud” es una palabra que sonará varias veces en la charla. Mientras la tarde se va yendo tras los edificios de Villa Crespo, otra de las palabras que suenan mucho es “familia”. Al momento de hablar de admiración, Effy me nombra a su mamá y su hermana. Todo lo que me cuente de aguante, del estar en el pre y post-operatorio, de las charlas y la contención, de los procesos, todo eso lo puedo entender por lo que viví en una presentación de Effy antes de operarse. Ella nos reunió a todos sus amigos para contarnos lo que se venía, nos pidió que le dejemos una carta para que pueda leer en el post-operatorio (después me contará que pidió menos anestesia para ver algunas durante la intervención) y durante esa juntada su mamá se me acercó y me dijo: “Gracias por acompañarla siempre”. Conocí a Elizabeth en 2011 durante un debate que en Casa Brandon sobre la ley de identidad de género. Redes sociales y algunos cafés de por medio fuimos conociéndonos más, hasta que Effy se hermanó conmigo. El 1ero de diciembre de ese mismo año, me dedicó una de sus performances, me leyó un texto, se cortó los brazos y abrazó mi torso desnudo cubriéndome con su sangre. Por eso, cuando la mamá me quiso agradecer, yo le agradecí a ella por su hija. Mi amiga.

Además de lo fisiológico, la operación de Effy tenía que ver con una comodidad y movilidad de su propio cuerpo. Una seguridad para sí misma.
–Aceptaba el hecho del pene como algo femenino, de hecho no tengo problemas si una persona tiene pene y se define mujer, se define travesti, podría interactuar tranquilamente y no dejaría para mí de ser mujer, travesti o la identidad que asuma. Sí me pasaba que tenía una incomodidad con mi genitalidad, no tenía ganas que nadie la tocara, que nadie la viera. Por ejemplo, en el jean antes con el pene se formaba un bulto y yo me compraba remeras muy largas para tapar, no tenía ganas de que se notara. Ahora que me pongo remeras cortas y el jean todavía tiene la forma del bulto (porque quedó, son mis jeans viejos) camino por la calle y  no me siento desnuda. Si alguien piensa que tengo un bulto... era una operación para mí, no para los demás.
Esto que comparte lo advierto en su look de ahora: jean y una remerita corta, con el pelo largo que le juega por abajo de los hombros con algunas mechas rubias que anticipan el verano, poco maquillaje y nada de joyas, su lunar en la cara, el mentón lejos del esternón, la cara en alto, la sonrisa fuerte. En la charla se nos fue toda la tarde, siempre pasa cuando nos juntamos. Estamos en el comedor y veo un adorno, es una sirena con alas. Effy siempre gustó de jugar, ser una sirena en sus performances. La sirena no tiene pene ni vagina. Effy es real.


Cuando la mirada que construye, nos destruye.

Elizabeth, Effy, va a ser una excelente anfitriona, me va a servir té con galletitas, se va a sentar de mil maneras, ninguna como lo debería hacer una “mujer”, ninguna como lo debería hacer un “hombre”, todas como ella quiera. ¿Por qué las comillas? Ella se va a encargar de marcármelas cada vez que se hable de palabras o conceptos que puedan ser traídos por la inercia e imposición cultural, las va a dibujar en el aire, las va a marcar con los ojos revoleándose, me lo va a hacer notar. No hay sutilezas innecesarias, todo está claro.
Actualmente no tiene empleo fijo, pero siempre está ocupada. Arma cursos, talleres y siempre la invitan a dar charlas para hablar de arte, performance y claro, para problematizar temáticas LGBT.  Una vez dio una charla para futuros fonoaudiólogos en Facultad de Medicina (UBA). Antes que ella habló un especialista que orientaba a chicas Trans para afinar la voz, explicarles qué palabras decir y cuáles no, y hasta contó, jocoso la anécdota de que uno de los guardias del hospital había quedado deslumbrado con una chica trans hasta que la escuchó hablar y se asustó. Por suerte para la platea –la que esté dispuesta a abrir la mente– después habló ella. Los instó a que acompañen a las chicas a encontrar una voz que las haga hablar cómodas en público, una voz que si están siendo abusadas o agredidas pueda expandirse y denunciar. Una voz propia, no una impuesta socialmente. Y todo esto Effy lo cuenta con su voz, una que no es ni femenina, ni masculina, ni trans, ni colectiva, sino propia.
Desde que nos conocimos tenemos rituales. Ella siempre es mi entrevistada favorita. Con esa excusa nos juntamos a tomar café en Starbucks, y ahora en su casa. Nos acompañamos cuando cada uno hace perfos: en centros culturales, en la calle, en marchas y hasta a veces, nos juntamos por las ganas de solo juntarnos. Todas estas perfos, sus opiniones y todo lo que ella puede ofrecer, se puede encontrar en su muro de Facebook: Effy Beth.
Mientras caminaba con ella por las calles de Buenos Aires, unas cuantas veces observé cómo la miraban. Pienso en lo que pasa cuando camino con amigas o con amigos, cuando camino con chicas llamativas o pibes particulares, trato de pensar si hay diferencias, si cuando me visto raro me miran así, si cuando soy yo me miran así. Pregunto. Responde. Effy define esas miradas que recibe en la calle como “deshumanizantes”. Deja de ser un individuo de derecho para volverse una “minitah”, una cosa, algo a lo que se le puede decir algo, que se lo puede tocar, algo que se puede burlar, gritar, ignorar, maltratar. Siente que esto pasa “porque renuncié al privilegio con el que nací, ser un varón hecho y derecho”. Sabe que en la calle no le gritan nada a los homosexuales, que el asunto no tiene que ver con quién te acostás. Le gritan a los afeminados. “Tiene que ver con qué parecés, qué rasgos tomás”. Pero estos maltratos y abusos diarios son tantos que a veces se terminan naturalizando. Effy les hace frente desde su lugar, no siendo una “princesa”, sin modular ni agudizar su voz para así poder denunciar, avasallar a la persona que la está agrediendo. Y lo mismo sucede con su cuerpo: a Effy no le preocupa si alguien lo decodifica como ‘masculino’ . “Me importa tres carajos. Si tengo que estar con las piernas separadas y la espalda más amplia no voy a dejar de hacerlo por lo que vayan a pensar de mí”. Ella se planta.

Ahora la estoy mirando yo, y mi mirada se vuelve pregunta
–¿Por qué no te hiciste los pechos? –me escucho, y prefiero repreguntar:
–¿Por qué deberías hacerte los pechos?
–Conozco muchas mujeres que se hicieron las tetas y perdieron sensibilidad. Cuando me empecé a hormonizar, la sensibilidad en los pechos es lo que más desarrollé y al estar de alguna manera, “disconexa” con mi genitalidad, era mi punto de placer, obviamente que nunca lo voy a poner en riesgo.

En la charla con Effy muchos conceptos van a ser interpelados y problematizados. “Lo ‘masculino’ y  lo ‘femenino’ son construcciones culturales”, plantea.  Llegar a este pensamiento también fue todo un recorrido. Al principio sufría mucho porque sentía que debía operarse la cara, estaba invadida por esa impresión de una quijada muy grande, y demás imposiciones. “Tuve que hacer un trabajo muy fuerte de aceptación”. Romper la binorma (el conjunto de normas impuestas a lo “femenino” y lo “masculino”) también la llevó a entender que la sociedad siempre va a imponer algo y uno tiene que negociar con eso. Jamás se sintió encerrada en ningún cuerpo distinto al suyo:
–Yo estoy en mi cuerpo y este es mi cuerpo; y así como que entendí que este es mi cuerpo, entendí que lo tengo que querer, respetar y que no lo iba a hacer un daño en pos de una negociación trucha con terroristas de Cosmopolitan que me digan que haga tal cosa sino no te van a coger ni te van a dar afecto.

La construcción del nombre propio

Al exponerse tanto puede pasar que le lleguen comentarios cargados de mierda disfrazada de pregunta, como por ejemplo: “Yo no entiendo a las travestis: si no son ni hombres ni mujeres, ¿por qué eligen un nombre femenino? ¿por qué eligen todo lo femenino?”. Pero a esta judía, atea, bisexual, lesbiana, mujer, trans, artista y demás no la engañan las falsas modestias, ella sostiene que a veces, preguntas como esas de “¿por qué?” tienen más que ver con un “No me interesa la respuesta que me des, yo solamente quiero demostrarte que estás equivocada”.
El nombre Effy la acompañó en su transición, ya que al principio usarlo no denotaba un “femenino” o “masculino”. Pero después hubo que explicar que venía del nombre Elizabeth, de un personaje de una serie que a ella le gustaba. Es que ¿cómo iba a transgredir si ni siquiera podía comunicar lo básico? Por esto no suelta la palabra “mujer” y la mantiene a rajatabla, porque sabe que todo el mundo (heteronormativos y anti binorma por igual) le van a decir que no, que no elija `mujer`: “Al final todos están diciendo qué soy y qué no cuando son cuestiones que no tienen que estar justificadas para nadie”. Effy no se traviste de salvadora ni de mesías, aclara que ella no está al servicio de una lucha colectiva. Está al servicio de su propia lucha y de lo que esta pueda aportar a esa lucha colectiva. Y siente que lo que puede aportar es diversidad.
La construcción de su nombre vino antes que la Ley de identidad de género. Elizabeth Chorubczyk nació en Israel, su pasaporte dice su nombre auto percibido con sexo “masculino”, pero para poder tener DNI argentino no le aceptaron esa ambigüedad: si era Elizabeth debía acompañarse con FEMENINO. Esto la tuvo indocumentada por un tiempo, aún después de aprobada la ley.  
– Hay una ley que dice vos podés desarrollar tu género como quieras, ¿Por qué no puede haber un Elizabeth masculino? ¿Por qué no puedo ser masculina? Sexo masculina con `a` al final” Esa batalla legal le llevó mucho tiempo a Effy. Hoy en día tiene un pasaporte M y un Dni F. Antes no podía postularse a puestos femeninos porque su Dni no estaba en femenino: ahora puede, sí, la van a llamar, tal vez si no pone foto, pero si va, ¿qué puede pasar?:
–Soy mujer y soy Trans, lo hermano, al serlo, lo soy. No me pienso de otra manera, entonces cuando voy a una entrevista yo me pienso Trans, supongo que la otra persona no me va a aceptar. Mido 1.80, tengo espalda ancha, no tengo tetas, por el desarrollo de la testosterona tengo pelitos que el láser no me va poder quitar, hay pequeños o grandes indicios que en su conjunto no me van a proteger de alguien transfóbico.


Experta en vacíos legales.

Cuando decidió operarse, su Obra Social, Osde, se lo negó. Si quería hacerlo en un hospital público tenía que entrar a una lista de espera de 200 chicas. Operan a una sola por mes. Claramente Effy no se iba a quedar esperando. Un quirófano por mes es lo único que pudieron conseguir los que están luchando en estos hospitales públicos. Se opera solo en CABA y La Plata: el interior otra vez permanece olvidado.
La Ley de identidad de género es una ley de avanzada, Effy lo explica así: “La ley de matrimonio igualitario a lo sumo resarcía a los afectados, nada más: en cambio,esta habla de la identidad de todas las personas, dice que vos, sin ser trans, tenés derecho a desarrollar tu género y expresarlo como vos quieras y tomar decisiones de tu cuerpo como vos quieras, y eso la gente lo perdió de vista. Creen que es la ley para la minoría de la minoría.”
Para no cubrir la intervención, Osde se amparaba diciendo que no estaba en el Plan Médico Obligatorio. Sin embargo la ley ya habla del Pmo, dice que toda operación que tenga que ver con la adecuación tiene que estar cubierta por el estado y las prestaciones u obras sociales, o sea... tiene que estar cubierta.

–¿Nadie más reclama?
–Osde se aprovecha. Yo no me quiero victimizar, pero por el tipo de país en el que vivimos y por la cantidad de información que circula y de gente que se interesa, es una sociedad donde la población trans y travesti es la más vulnerada, la más ignorada, y si una chica, que a los 12 fue echada de la casa, se tiene que prostituir, decide operarse, no hablemos si quiere o no, DECIDE, y se acerca a Osde porque consigue Osde, porque se casa con alguien, porque consigue una buena prestación, va a Osde, un lugar fino, de guante blanco, con legitimidad, y va y dice “Tengo una ley y me voy a operar” y le dicen “No, no está en el Pmo” ¿qué va a hacer? Después de ser echada de la casa, de sufrir todos los maltratos, va a volver a la casa del novio, de la pareja diciendo “bueno” y no va a lucharla porque cuando se margina a una población no se le da herramientas justamente para defenderse. Yo  tuve la suerte de haber transitado una secundaria que me dio ciertas herramientas, haber pasado ciertas cosas en mi vida, haber tenido mucha contención de mi entorno, entonces me dijeron “no” y yo dije “¿qué?” y seguí.

Entonces pidió que le dieran ese NO por escrito y lo llevó a la Superintendencia de Salud. Desde la Superintendencia extendieron una carta donde le dicen a Osde que su decisión es “parcial, arbitraria, caprichosa y tendiente a justificar una práctica negativa de cobertura a la que el paciente tiene derecho a acceder sin intervención judicial “. Tomá. Pero Effy no podía esperar más tiempo (en abril cumple 26 años y pierde la cobertura de la Obra Social), así que su papá vendió una propiedad y con eso pagaron la operación particular para luego pedir el reintegro.
Fueron meses de ir a Osde, llorar, desilusionarse, porque Effy también se cae, se deprime, se cansa, se desilusiona y llora. Es humana (y mujer y trans y una luchadora). Hubo respuestas que parecían bromas, como cuando le dijeron que espere unos meses, que pasó lo mismo con la ley de los celíacos, que cuando salió tardaron seis meses en reglamentarla y al final les cubrieron sólo el 5% del tratamiento. Del otro  95%,  ni novedad. La escucho y entiendo que esta crónica yo la empecé a vivir hace rato, solo que ahora la escribo, porque yo la vi a Effy llorando el día de la aprobación de la ley y es cuando pasan estas cosas que ella me pregunta: “¿Entonces qué festejamos esa noche en la Plaza de los Dos Congresos cuando se aprobó la ley de identidad de género?” No sé qué responderle.

Hoy

Y más allá de la lucha, de la valentía, de las leyes, está el cuerpo. Parte de la operación consistió en acortar la uretra, y hubo complicaciones. Se infectó, se enfermó. Para abrirla nuevamente en el Durand tuvieron que meterle un fierro y remover. Effy explica, hace el movimiento circular y se ríe.  “Me dolió mucho”, dice  y el comentario no es necesario porque ya me está doliendo de verla. Para cuidar la zona tuvo que usar sonda por una semana. Se volvió a infectar. Fierrito de nuevo en la guardia. Sonda por dos semanas. Ella sabía que esto podía pasar, pero de tanto que vino padeciendo, no iba a ponerse en negativa. Quizás si hubiese asumido esa posibilidad como algo más probable habría llegado más preparada psicológicamente a lo que pasó en el postoperatorio. Por eso salió a contarlo, para que cualquier chica que esté por operarse tenga el panorama completo y personal de Effy. Con la sonda atada a la pierna y un cartel fue a la marcha del Orgullo a realizar su perfo. Otra perfo que interpela, genera más preguntas que respuestas. Effy comparte lo que vive, no para crear lucha colectiva sino para abrir caminos desde su lucha personal.
–Hay que tomar conciencia de que a la ley le falta un punto que explique que no solamente se garantiza  el acceso a la salud sino ¿qué es salud? La decisión ES salud, la decisión no es adecuar. Por eso yo salí (a la marcha) con un cartel que decía “el aborto es salud”, no es una cuestión de “¿Quién quiere abortar? ¿Quién quiere operarse?”, la salud TIENE que estar, arremangarse las manos e involucrarse. No es una cuestión moral, es una cuestión de salud.
Actualmente, el país se volvió Trans-friendly después de que Viviana Canosa y Marcelo Polino se agarraron de la identidad de género de Florencia de la V para criticarla. La misma Florencia Trinidad que habló tan emotivamente en La pelu, su programa del mediodía en Telefé para audiencia Atp es punto de controversia dentro del colectivo Trans, pero ahora estoy leyendo una nota que la misma Effy escribió para Página/12. No la cuestiona, pone el foco en el respeto y la ética de esos “comunicadores” (estas comillas las pongo yo) y se ofrece a dar talleres de concientización para estos últimos sobre identidades y problemáticas Trans.

Pasaron tres años desde su perfo “Nunca serás mujer”, pasó un año de la aprobación de la ley de identidad de género. En diciembre de 2013, Effy está esperando la respuesta de su obra social, Osde,  acerca del reintegro de su operación. Escribo esto, vuelvo a escuchar la entrevista, releo y estoy lleno de dudas, propias, sobre mí. Será que si después de una charla con Effy uno tiene más respuestas que inquietudes, claramente, no escuchó nada de lo que ella dijo.

Lucas Gutiérrez

domingo, 8 de diciembre de 2013

Los gauchos de la ciudad




                                                                                                         Susy Estévez

Mataderos –bautizado en sus orígenes como Nueva Chicago por haberse emplazado allí, al igual que en la ciudad de EEUU, la industria cárnica– es, quizás junto a La Boca, el barrio con más personalidad  e historia de la Ciudad de Buenos Aires.  Conserva su característica de casas bajas, veredas anchas y arboladas, vecinos con la silla en la puerta charlando y tomando mate. Barrio de gente sencilla y solidaria. De lunes a viernes, los obreros de la carne, con sus uniformes, lo visten de blanco. Como un destino manifiesto, se desarrolla allí la Feria de las  artesanías y tradiciones populares argentinas, que todos conocemos como la Feria de  Mataderos. El escenario principal, bautizado Antonio Tormo, está emplazado en Lisandro de la Torre y Avenida de los Corrales. Por allí pasan tanto las grandes figuras de nuestro folclore, como ignotos artistas. En sus dos cuadras de puestos de artesanos, de productos tradicionales y de comidas típicas, desfilan cada semana, miles de personas. Al mediodía, bajo la recova, no queda lugar disponible en las  mesas de madera o chapa  dispuestas por los diversos locales de comida, que sin especular con la alta demanda, ofrecen precios populares.  
A pesar de su carácter único  en esta ciudad, que por ello y por su excelente calidad, podría haberse desvirtuado a lo largo del tiempo y transformarse en una caricatura  de sí mismo, ha logrado mantener su espíritu auténtico. Los que concurren, bailan, comen locro, tamales y empanadas, son vecinos del barrio y de los alrededores del conurbano, dispuestos a disfrutar de la fiesta popular que todos los domingos, desde hace 27 años, organiza la licenciada Sara Vinocur, quien proyectó y logró concretar esta feria en 1986. El turismo internacional, tan ávido de lo típico, no ha llegado masivamente. Es un milagro no toparse con carteles en inglés.
Una de las principales atracciones de la feria,  que se ha mantenido inalterable desde sus orígenes, es la corrida de la sortija, cuya historia se remonta al Medioevo, cuando la nobleza cristiana  española la aprendió de los árabes. En el Río de la Plata, la sortija se hizo plebeya, patrimonio del hombre de campo. En una cuadra de Lisandro de la Torre, detrás de los puestos, se empiezan a organizar los hombres de a caballo. Cubren de arena una franja de la calle, instalan el arco con la sortija colgante, el micrófono y los altoparlantes que anunciarán el turno  a los jinetes y los resultados de sus corridas.
          En una de  las veredas se agrupan los gauchos con sus caballos, la familia que despliega mesas y sillas, donde empieza la ronda de mate y charla. En la otra el público que se va renovando en las dos horas que dura la carrera.
           ¿Quiénes son los gauchos que participan? Sara Vinocur, que los define como “ paisanos locos del asfalto ”, dice que pertenecen a diferentes centros tradicionalistas del conurbano. Que son o fueron trabajadores del Mercado Nacional de Hacienda, que todavía funciona en el mismo predio en que se desarrolla la feria. Cada domingo, la corrida es organizada por alguna de las agrupaciones gauchas que se hacen responsables de la convocatoria y la seguridad: El Sortijero de La Matanza, la Juan Moreira, El Balcón, El Resero, entre otras. La feria les da dinero para los gastos y los premios. También paga el seguro de los jinetes. Vienen de diferentes zonas del gran Buenos Aires: Villa Madero, Quilmes, La Tablada, Tapiales, Ciudad Evita, Monte Grande.
         Empieza la corrida. Son cincuenta metros que deben galopar. La estampida del caballo es impactante. En la primera movida de sus patas, arranca a una velocidad que supera al más potente automóvil. En un momento, el jinete se para sobre los estribos y con un puntero primero apretado con los dientes y luego entre los dedos, cuyo diseño y modelo elige cada uno,  trata de ensartarlo en la sortija que mide apenas dos centímetros de diámetro. Si la ensarta, cosa que a los de a pie nos parece un milagro, la debe sostener, pues si la sortija se le cae, el milagro no habrá valido de nada. Para frenar necesita un buen trecho. El público festeja con gritos y aplausos los aciertos.
        La carrera se desarrolla en ocho vueltas. La de este domingo no es de las más concurridas. Sólo corren nueve caballos: suelen  participar hasta veinte. Hoy organiza El Sortijero de La Matanza. Héctor Ríos, su presidente, está vestido como la mayoría, de rigurosa bombacha, botas y rastra.Él está a cargo de la locución y la planilla donde anota los resultados. Mientras va llamando a los que les toca correr y pide a los imprudentes del publico que no invadan la zona de galopada –¡ A ver Rubia si te corrés!, ¡Ese hombre con el chiquito, cuidado! –, cuenta que trabajó durante 30 años en el Mercado. Que cada corredor pone $ 50 y agregado a las “monedas” (sic) que les da la feria, se reparte como premio entre cuatro o cinco  ganadores.
        –Que se prepare el Pelado –reclama Héctor. Se refiere a Sergio, el más jovencito de los participantes. Sergio tiene 16 años. Me cuenta que corre desde los 7 en pagos del Uruguay, que de ahí son sus padres. Viene en representación del Centro Tradicionalista de La Tablada. De bombacha, boina y alpargatas, sale a la carrera rebenqueando a su tostado.
       –¡¡¡Y ahora vos Bombero!!! –grita Héctor. Así llaman al hombre canoso que monta el tordillo, pues se desempeñó durante años en la Policía Federal.
         Conversamos con Horacio Torres, del Centro Tradicionalista La Posta de Tapiales. Corrió desde los 9 años. Cuenta que se corría dentro del Mercado en las fechas patrias..Y a los 13 empezó a trabajar allí, donde estuvo 32 años. Ahora tiene un sulky con el que participa de los desfiles que se organizan los días de homenaje a la patria.
       Quien está al lado del arco y también a caballo es el sortijero. Lo llaman Tordo. Se ocupa de verificar si la sortija, que se ensarta en una tira de cuero enganchada al arco, está bien colocada, acomodándola o sustituyéndola en cada pasada. Como todos, viste bombacha y botas. Se cubre la cabeza, de pelo renegrido, largo y ensortijado, con una boina. La camisa celeste tiene estampadas en la pechera y en la espalda las imágenes en rojo del Gauchito Gil. Un chico de unos diez años recoge las sortijas que se caen y las que los jinetes que la ensartaron le alcanzan. Es el encargado de proveerlas al sortijero.
        El clima es de concentración  y dedicación a la tarea. Tanto para los que corren, como para los que se ocupan de las sortijas, parece no existir el público. Aun los que ensartan la sortija pasan lejos de donde se agolpan los espectadores, sin gestos triunfalistas, entregan la sortija al encargado y siguen su camino. El ambiente es de camaradería. Aquí no se manifiestan ni se alientan las rivalidades.
      Es común que corran el padre y el hijo. En esta corrida están Jorge Gago, que vuelve a correr luego de  20 años, con su hijo Héctor. Oscar Pensa participa con su hijo Roberto que corre galopando en un tobiano colorado y sus nietos. Ellos por ahora no corren, pero ya montan. Oscar es el más veterano de los paisanos. Viene de Ciudad Madero, donde mantiene en su casa el Centro Tradicionalista Juan Moreira .Con sus setenta y tantos, va deshilvanando sus recuerdos.  Corre desde hace 56 años. Dice que antes se corría los días de fiesta, por la Avenida de los Corrales,  que entonces se llamaba Chicago y los premios los daban los comerciantes de la zona. Le toca el turno. Jinete experimentado, rebenquea a su caballo blanco “Palomo” y arranca de costado a toda velocidad.
      Uno de los jinetes, en un gesto de caballero, le regala a esta cronista la sortija conseguida.
         Luego de la cuarta corrida, se hace una pausa, donde algunos de los paisanos “florean la tarde”, a decir de Hector Ríos. Ariel Figueredo en sus versos, homenajea a los paisanos sortijeros y también Oscar, el veterano jinete, dice un verso campero, que habla de ranchos abandonados por mujeres traicioneras. Al finalizar la octava vuelta, se cuentan los aciertos conseguidos. Sobre un total de 72 corridas, sólo consiguieron llevarse la sortija 15 veces. Los aciertos se distribuyeron entre  cuatro jinetes de los nueve que participaron. Invitando especialmente al próximo domingo  que es 10 de noviembre, dia de la Tradición  y que constituye la más importante fiesta gaucha, concluye una demostración más de esta tradicional destreza criolla.
                                                                                              Susy Estévez